Arqueados bajo la tela nocturna teñida
de una expansividad negra, señalamos
los planetas que conocemos, fijamos
sueños apresurados a los astros. Desde la tierra,
leemos el firmamento como si fuese un libro infalible
que cubre el universo, experto y evidente.
Aún así, nuestro cielo encubre misterios;
la canción de la ballena, la ave que gorjea
su canto desde la rama de un árbol sacudido por el viento.
Somos criaturas de asombro persistente,
curiosas ante la belleza, la hoja y la flor,
ante el duelo y el placer, el sol y la sombra.
Y lo que nos une no es la oscuridad,
ni la distancia fría del espacio, sino
la ofrenda del agua, cada gota de lluvia,
cada arroyo, cada latido del pulso, cada vena.
Oh segunda luna, nosotres, también, somos
de agua, de mares vastos que invitan.
Nosotres, también, estamos hechos de maravillas, de amores
grandes y ordinarios, de mundos invisibles y diminutos,
del menester de lanzar un llamado por las tinieblas.